martes, 28 de diciembre de 2010

UNA CABAÑA EN EL BOSQUE - Capítulo 1.

No le apetecía pensar demasiado en este asunto: dejaría que el chico se quedase aquella noche en su casa, más que nada por evitarse el mal trago de echarle fuera, ya anochecido, en medio del bosque y a más de una hora de camino de la aldea. Consideró que sería mejor conservar la calma, dormir bien y enfrentar la situación, ya fresco, por la mañana.

Cuando abrió la puerta, suponiendo que se trataba del mismo senderista extraviado al que dio indicaciones hacía unos minutos, se encontró con ese joven que no le dejó tiempo siquiera para preguntarle quién era o qué quería. El muchacho se limitó a mirarle muy serio mientras le entregaba aquél papel bien aplastado y curvado que ni se molestó en desdoblar.

Carlos supuso que esto se debía a que había viajado en el bolsillo trasero de los vaqueros del joven durante sabe Dios cuánto tiempo.

Desplegó con cierta aprensión y no poca dificultad aquello que resultó ser una carta en toda regla. Antes de leerla se distrajo un instante contemplando su caligrafía que, casi imperceptiblemente insegura, pretendía ser bonita y lo conseguía. Carlos imaginó al remitente dibujando minuciosamente las letras, tratando de obtener de ellas la mejor presentación posible.

Observó al tacto que los trazos dejaban un relieve en el anverso del papel. Dedujo que la misiva había sido escrita en una superficie relativamente blanda y apretando el lápiz, sobre un escritorio acolchado o algo similar.

Carlos dejó volar su imaginación. Le vino a la mente que cuando él necesitaba escribir a mano se cuidaba de que su letra resultase además de legible, atractiva para ser leída aunque lo que en ella escribiese resultase intrascendente, como la lista de la compra. Siempre le pareció una cuestión de cortesía escribir de manera clara, con estilo definido, personal y a ser posible, artístico. En ocasiones especiales, cuando el destinatario o la situación lo requería caligrafiaba primorosamente.

Supuso que Juan debió sentir una necesidad similar, tal vez tratando de compensar con trazos cuidados su evidente falta de práctica en redactar. Celebró el esmero del escribiente. También le gustó haber fabricado esta conjetura con tintes positivos.

Fue lo único que le animó a volver a leer aquella carta una tercera vez, resultándole ya familiar lo que allí leía haciendo, de alguna manera, más digerible su contenido:

Hola Charly!!!

Soy Juan te acuerdas de mi?

Cuando ibas al Instituto Zurbarán éramos amigos y yo tenía patillas, Juan el Patis te acuerdas?

Tengo problemas y eres la única persona que me puede ayudar. Supe de ti por el Paco Montes te acuerdas? que me dijo que se encontró contigo en Madrid hace tres años y le contaste que vivías en Landeros de guardabosques o algo así, y el se acuerda pues de Landeros era una abuela suya y por eso él sabía donde está esa aldea claro. Y como también me lo dijo y me acordaba por eso te he mandado al chico que es mi hijastro porque su padre se murió y luego su madre se casó conmigo cuando era pequeño. Cuando era pequeño el niño, claro,no yo, y luego de dos años se murió ella también de un accidente dejándome a mí solo con el niño hasta hoy pero yo ahora voy a empezar a cumplir cuatro años de condena y es que el chico no tiene familia ni donde meterse a vivir pues me embargaron la casa y el coche y todo y como yo ahora estoy en la carcel, que digo que si podías ayudarle que ya tiene 18 años pero es que no sabe hacer nada ni se interesa por nada pero yo le cogí cariño y no quiero que acabe como yo he acabado y claro, como es ya mayor de edad los de acogida a menores se desentienden y lo tiene muy negro verdad?

Es todo lo que puedo hacer por él y tú eres la única persona a la que puedo dirigirme por la cosa de que yo creo que eres el único que puede ayudarme, aunque si no quieres, el chico es mayor ya y puedes pasar de él pero antes de echarlo sí que me gustaría que podrías buscarle algo o un trabajo o algo no sé, de camarero en el pueblo, por ejemplo y en fin, que además de colgarte el marrón del chico, que se llama Victor, no quiero encima aburrirte así que me despido dándote las gracias por hacerte cargo del muchacho porque yo sé como eras y o mucho has cambiado o sigues siendo de ley, que es lo que yo quiero que el chico sea y no como yo soy. Gracias.

Un amigo, Juan.


Carlos reprimió el impulso de hacer una bola con el papel y lanzarla al fuego que ardía en la hermosa chimenea de la estancia principal de la casa: un salón amplio, completamente revestido de madera, techos y paredes, con estanterías repletas de libros con lomos arrugados.

Sí, era la tercera vez que leía aquello. Instaló al joven en la habitación pequeña de invitados, hacía más de una hora y no salía de su estupor.

--Pero pero… ¿Cómo puede sucederme esto a mí? --mascullaba--. Ni siquiera recuerdo bien la cara de Juan salvo que tenía patillas y pelo rizado. ¿Qué tenemos en común él y yo? Sólo coincidimos dos cursos: éramos compañeros de correrías cuando yo tenía aún menos edad que el cabestro éste que me ha mandado, pero ha pasado ya tanto tiempo que… y además: ¿qué tengo que ver yo con el chico que fui? Nada, por fortuna. Pero esto, al parecer, no me libra de que Juan piense que sí tenemos algo en común, hasta el punto de que trate de colocarme a su hijo que, para colmo, tampoco es su hijo. El muchacho de los mil dramas, triste, callado y huraño. Esto es de locos. De locos.

Se recostó en una esquina de la mesa alta y recordó retazos de aquella época de su vida de la que no se sentía especialmente orgulloso, aunque resultó necesaria para convertirle en el hombre que hoy era aunque sólo fuera por su empeño en dejar de ser el que fue.

Pero aquello era solo parte de un proceso que acabó hace mucho. Una parte de su vida ya enterrada y por ello a Carlos, Juan le resultaba ahora lo más semejante a un fantasma que se le aparecía inesperadamente y, por supuesto, dándole un gran susto.

Dobló cuidadosamente el manuscrito para guardarlo en una cajita azul que acogía
todos esos papeles y pequeños objetos que uno no sabe bien qué hacer con ellos en el momento, aunque los custodia pensando que podría acabar necesitándolos en un futuro.

Desde luego, echar al fuego esa carta no iba a sacarle del problema, aunque pensándolo un poco mejor, Carlos se planteaba entre dientes:

--¿Problema, qué problema? En realidad, problema no tengo ninguno. El chico sí que tiene un problema. Bueno, más de uno pero la vida es dura. Esto para mí no debe ser más que un contratiempo inesperado que tiene muy fácil solución.

Como no tuvo otra opción que albergar al chico esa noche, a la mañana siguiente lo acercaría a la estación de autobuses de la capital. Le preocupaba el coche, que andaba más mal que bien y, precavido, decidió que sería buena cosa hacer el viaje bien pronto, antes de que comenzase a nevar .

El viejo todo terreno por muchas cadenas que se le pusiesen ya no estaba para hacer frente a las monumentales nevadas que caían en la zona por aquella época del año y menos, con esos caminos de tierra que con cuatro copos se volvían intransitables.
Aquella noche le costó conciliar el sueño. No dejaba de ser una situación incómoda y Carlos había tomado la determinación, hacía mucho tiempo, de que su vida iba a ser tranquila, organizada.

La mejor manera que encontró para poder vivir a su aire fue la de convertirse en un excéntrico imprevisible, distanciando sus relaciones con los demás, poco a poco. Sin ruptura pero sin frecuencia ni continuidad. Cuando volvía a reencontrarse con algún amigo o familiar lo hacía como si hubiesen transcurrido días en lugar de meses o años desde su último encuentro. No llamaba a nadie y nadie lo llamaba a él aunque de tarde en tarde, cuando le apetecía, bajaba a la capital y siempre surgían oportunidades de encontrarse en la casa de fulano o mengano que organizaban una cena, una fiesta o algo parecido.

Todo esto reportaba a Carlos una categoría de tranquilidad en la que ya se había instalado y por esta misma razón le trastornaba sentirse víctima de decisiones ajenas que le involucrasen, aunque fuese mínimamente, en algo ajeno a su voluntad.

Se notaba alterado, con la respiración acelerada. Tomó una pastilla para dormir y se fue a la cama. Pasó un rato sin poder concentrarse ni comprender nada de lo que decía el libro que trataba de leer.

Dejó las gafas y el libro en la mesilla. Tras acomodarse en su postura favorita de abrazar la inconsciencia sintió que las mantas pesaban mucho pero el colchón, aunque se notabaa sustentado por él, era inexistente. Su parte despierta, frágil, ya naufragada en el duermevela, se sorprendió de oírse decir a sí mismo desde una espumosa y amenazante ola onírica: “No hay manteca, no hay, no hay; ¿qué quieres que haga?”.

Las mínimas reservas de su yo consciente las apuró sonriendo de manera fugaz al descubrir que le dio tiempo a saber, justo en ese instante y solo en ese instante que, en realidad, ya estaba dormido.

Despertó con una agradable sensación de bienestar. Había descansado de verdad. Cuando se fijó en el reloj descubrió el porqué: Llevaba más de diez horas durmiendo. Una novedad en él. La dichosa pastilla al parecer se excedió en sus funcionalidades y le dejó inmerso en la negrura del sueño hasta bien entrado el mediodía.

Salió al pasillo y comprobó que la puerta de la habitación de invitados estaba entreabierta. Dentro había penumbra y al pasar por delante, cuando se dirigía al baño, escuchó la respiración profunda y fuerte de alguien que duerme. Para Víctor tampoco habría resultado una noche fácil.

Sintió frío: pese a lo entrado del día, la mañana era gélida. Abrió la ventana del baño y de inmediato le golpeó una ráfaga de aire helado que terminó de despejarlo del todo.

Tras reponerse de esa extraña sensación, a la vez estimulante y agresiva del frío inesperado en la cara, su vista se inundó de blanco pues nevaba intensamente.

Grandes y espesas cortinas de nieve creaban ráfagas ahora, remolinos después, dibujando furia blanca en movimiento sobre un fondo también blanco, estático y absoluto: blanco el suelo, blanco el horizonte y también blanco el cielo, siendo imposible precisar ningún límite.

El coche, aparcado delante de la puerta, no era más que un hermoso y redondeado montículo blanco del que no asomaba ni un solo trozo de carrocería.

--Un día de perros. Imposible bajar a Landeros y mucho menos, acercar a Víctor a la capital –meditaba rascándose la nuca.

En realidad Juan estaba mal informado. Carlos no era guardabosques. Había comprado lo que antiguamente fue un refugio de montaña, rehabilitado más tarde como casa de guardabosques y por último abandonada por falta de uso al eliminarse esta figura forestal por razones de presupuesto.

Tras ampliarla y acondicionarla como vivienda en medio de una salvaje y boscosa naturaleza, muy lejos de todo y de todos, Carlos se instaló allí con la intención de respirar y vivir soledad y recogimiento durante un año sabático o dos. Ya llevaba cuatro: cosas de la lotería. Le tocó un buen pellizco que bien administrado le permitía hacer la vida que deseaba.

Cerró la ventana del baño y encendió un calefactor para ir caldeando la estancia y poderse duchar una vez que lo hubiese dejado todo preparado para el desayuno.

En la cocina le esperaba un desagradable panorama: había un paquete de galletas abierto, unas cuantas de ellas esparcidas en la mesa. Un vaso de Colacao a medio tomar, alineado con un charquito de leche del que se derivaban varios círculos blanquecinos que adornaban la superficie oscura de la mesa.

--¿Qué pasa, que el niño se ha dedicado a hacer percusión en la mesa, usando el culo del vaso bien empapado en leche como baqueta? –masculló mientras buscaba un paño de cocina.

Una de las galletas, empapada, reposaba allí, en una esquina, repulsivamente
blanda y fría. Esto es algo que siempre le había dado mucho asco. Reprimiendo una arcada cogió algunas servilletas de papel y un paño. Se detuvo un instante y desistió del primer impulso, instintivo, de limpiar todo aquello.

Entró sin miramientos en la habitación de invitados, levantó las persianas y abrió las ventanas de par en par. Algunos copos de nieve fueron a depositarse suavemente sobre la cara de Víctor que, sobresaltado y con los ojos como platos, despertó con una cara de susto tan cómica que, si no hubiese sido por el cabreo monumental que llevaba encima, Carlos se habría echado a reír.

--Cierra esa ventana, hostias, que me congelo—exclamó Víctor. apenas audiblemente, pues había enterrado su cabeza entre la almohada y el colchón, apretando aquella sobre su nuca con el brazo izquierdo.
--Aquí tienes—cortó fríamente Carlos mientras tiraba a una silla la ropa de cama y la almohada que acababa de arrancarle a Víctor de un golpe seco y seguro-- : papel, paño de cocina y Scoth Brite. Ya lleva Mistol, listo para que funcione. Sólo queda la herramienta principal: tú.
--Joder, que ya me levanto, coño.
--Habla bien. ¿Por qué lo dejaste todo por medio?
--Es que me desperté con hambre y no quería perder el sueño pero te juro que no encontré el lavavajillas y pensé en buscarlo cuando me despertase, y ya lo recogería todo.
-- No tengo lavavajillas. Voy a ducharme. Cuando termine, y sólo tardo cuatro minutos, quiero la mesa bien limpia, la botella guardada y el vaso fregado. Si tienes hambre, cómete las galletas que dejaste fuera. Si estén blandas, te las comes igual. Déjame a mí las que quedan en el paquete. Me gustan secas y crujientes. Por eso siempre cierro el envoltorio. ¡Vamos!, ¿qué haces ahí hecho un rebujo y mirándome con cara de pasmao?

Víctor dio un brinco y pasó junto a Carlos, rumbo al pasillo. No corría aunque daba grandes zancadas.

--¿Dónde vas?
--A mear.
--Ese es mi baño. Ni se te ocurra poner los pies en él. El tuyo es el del fondo del pasillo a la izquierda. Te lo dije anoche.
--¿Y qué más dá?
--Pues dá que si entras en mi baño te saco ahí afuera, con los pinos, y te dejo descalzo y en pijama debajo de la nevada hasta que llorando me supliques que te tire una manta. Recuerda que fui colega de tu padre. Que no te engañe mi aspecto. Fondo a la izquierda. Baño pequeño. Llévate el paño y el estropajo. Ya sabes: la cocina. No se te olvide.
--Sssí, sí, mi baño al fondo. Luego la cocina. Claro, trae. Bueno, perdona, ¿eh?
--Date prisa, ya sabes: me ducho rápido.

--Cuatro minutos y medio-- cronometró mentalmente Víctor ayudándose del reloj digital del horno cuando ve que Carlos sale del baño ya peinado, casi seco, en albornoz azul y zapatillas marrones, de indio sioux.

--¿La ducha bien? Bueno, como ves, todo limpio como los chorros del loro.
--Del oro.
--Ya. Suponía que me ibas a corregir, y se me ocurrió lo del loro.
--Claro, y así te apuntas el tanto de que juegas conmigo, pero conmigo no se juega.
--Hombre, yo…
--Tranquilo, chaval: que te estoy tomando el pelo. Bien, muy bien. Todo recogido, un par de platos fuera, dos cucharillas, dos vasos, servilletas… más de lo que cabía esperar.
--Comeré las galletas de anoche. Están bien. El paquete está bien cerrado, en un plato. No he sacado más cosas de comer porque no sabía qué te apete…
--Hiciste bien, Víctor: eres mi invitado a la fuerza pero esto no me exime de ser cortés contigo: siéntate, yo me ocupo de todo. Voy a hacer una cosa apañaíta y rápida, que tengo hambre.

Preparó unos huevos fritos, con media guindilla y un poco de ajo cortado en láminas. Los puso en una fuente, les echó sal, vinagre y unas gotas de tabasco. Lo revolvió todo, sacó pan, lo partió en rebanadas y las dispuso a lo largo de los bordes de la fuente.

--Con este frío, mejor huevos picantes que unas tristes galletas, ¿verdad? Anda, moja. La fuente es para los dos. Te informo: está cayendo una nevada de las de antes de la guerra y no tiene pinta de parar.
--Pero…
--El teléfono fijo no funciona, se estropeó la semana pasada y tenía intención de llevarlo a reparar o comprar uno nuevo pero siempre se me pasaba hacerlo. Como nunca llamo ni me llaman…
--¿Y el móvil?, espera, voy a probar.
--Prueba, prueba. Si intentas llamar con el tenedor tendrás el mismo resultado. No hay ni una micro raya de cobertura. Nunca. Y menos, ahora. Anda, prueba esto, que está de traca.

Desayunaron. Víctor no le dio más importancia al asunto y se afanó en disfrutar del plato: le pareció muy rico. Antes de que pudiera darse cuenta, Carlos había recogido todo menos la fuente que aún rebañaba el joven y se marchó dejándolo sólo. Víctor lo esperó pero el dueño de la casa no aparecía ni daba señales de vida. Pasados unos minutos recogió la fuente, la fregó, pasó un paño por la mesa y se dirigió a la escalera.

Del salón subía un aroma agradable de ascuas. A medida que se acercaba se hacía audible el crepitar del fuego. Carlos estaba allí, tumbado en el confortable sofá rojo que la noche anterior el chico vio de refilón. Se había vestido con un pantalón grueso, de pana, calcetines gordos, jersey de cuello alto y por encima lucía una camisa basta, a cuadros. Con una manta roja por encima y las gafas caladas, leía un libro.

Era un salón bastante grande, que le permitía tener dos ambientes: Uno, generoso, amplio, en el que destacaba la chimenea en la que casi podía asarse un jabalí. Había un sofá de terciopelo rojo oscuro y dos sillones más del mismo color. Eran muebles caros, de diseño actual y con funciones vibratorias, relajantes. Una mesa ovalada albergaba toda clase de revistas científicas, de astronomía y de historia, en su parte baja. La alta, que consistía en un recio cristal, estaba, como siempre, completamente vacía salvo en ese instante en el que lucía un tazón de leche humeante con un posavasos debajo.

--¿Y qué vamos a hacer? –preguntó Víctor.
--Esperar y mirar las noticias de cuando en cuando.
--¿Para qué?
--Para saber qué está sucediendo.
--¿Y no te basta con asomarte a la ventana? Está cayendo una cacho tormenta… ¿no hay peligro de que nos quedemos asilados?
--¿Aislados? –sonrió Carlos-- Es más que probable que ya lo estemos.
--¿Y no será mejor salir por patas ahora que estamos a tiempo?
--¿A tiempo? ¡A tiempo de perros! Esta casa, si algo bueno tiene es su calefacción y no te enteras de lo que pasa afuera. Si sales de aquí, en cuanto te alejes diez pasos, con este viento la sensación térmica puede ser de 30 grados bajo cero.
--Ya será menos.
--Treinta grados bajo cero, en esta zona. Lo han dicho en la tele y parece ser la noticia del día: no es para menos. El todoterreno debe tener encima más de metro y medio de nieve. Nos llevaría una hora dejarlo en condiciones, trabajando a la intemperie. Luego, tal vez, nos bastarían cinco meses en quitar la nieve del sendero para que el coche pudiese circular por él, cuando la primavera nos ayude con el deshielo.
--Pero, ¿y seguro que andando no…?
--Bueno, sí, podría ser si tienes el traje de Supermán. Yo no tengo, se me han acabado. ¿Tienes uno para mí? Porque con trajes de Supermán sí podemos hacerlo. Aunque sospecho que no pensaste que podías necesitar un traje de Supermán por si caía el temporal del siglo y un frío de bigote.
--¿De bigote? –se burló Víctor--
--Es una expresión de tebeo que me hace gracia utilizar. Supongo que no la usa casi nadie. Significa, para que lo entiendas, “de la hostia” que es, pensándolo bien, la mejor expresión que se puede aplicar al frío polar de bigote. Así que ya sabes: si quieres salir, ahí está la puerta: con diez mil toneladas de nieve esperando a que abras para entrar sin pedir permiso, y a no dejarte salir. Eso si no está ya helada y te encuentres con una pared blanca, dura como la piedra.
--Bueno, que yo no digo nada… total, salir, ¿pa qué?, y además si no se puede salir, habrá que esperar a que escampe, ¿no? Y luego ya veremos.
--Excelente estrategia. Yo no lo habría dicho mejor. Te felicito. Y ahora, con tu permiso, voy a seguir con mi libro.
--Oye, ¿Y por las ventanas?
--Están enrejadas –suspiró Carlos, armándose de paciencia--. Todas. Rejas recias y bien cimentadas en la pared, que es bien gorda.
--¿Las de arriba también?—insistía Víctor--
-- También. Una vez cayó una nevada que cubrió casi la casa entera. Pude salir por la ventana. Descubrí huellas de lobos. Y menos mal, que podían haber sido osos y yo por entonces tenía unos ventanucos más bien frágiles. Naturalmente, mandé poner rejas a troche y moche.
--Ya, ya… y aún pudiendo salir, la opción andando, no hace falta que me lo digas otra vez: sales a pasear un poquito y te conviertes en cubito –bromeó Víctor, comenzando a resignarse.
--Tú lo has dicho. Y es mejor tomárselo así, con buen humor y paciencia.

Carlos se caló de nuevo las gafas, buscó la postura confortable para leer que tenía antes de haberse removido durante la conversación que trataba de cortar, suspiró y abrió de nuevo el libro. Intencionadamente tapó con él la imagen de Víctor, que estaba enfrente, ocultándose él, a su vez, de su campo de visión, haciendo del humilde libro una muralla. Satisfecho de la maniobra volvió a su lectura.

Víctor daba golpecitos en el brazo del sillón mientras silbaba o, mejor dicho, soplaba melodías sin estructura, inventadas sobre la marcha. Miró alrededor de la estancia. Por todas partes había libros: en estanterías, en el mueble de la chimenea, en vitrinas… rodeó todo el salón con la mirada sin parecer interesarse por nada Después, volvió a fijar su atención más selectivamente, como si buscase algo:

--¿Dónde está el ordenador, suponiendo que tengas?
--Tengo. En mi habitación.
--¿Te importa si…?
--Ni lo sueñes.
--Pero…
--Es de sobremesa. En mi habitación no se entra, mi ordenador no se enciende. Ni de coña. Y te voy conociendo: ni se te ocurra insistir. Puedo estar tranquilo con que no me darás la tabarra, ¿verdad?
--Sí, vale.
--Sigo leyendo, con tu permiso.
--¿Y la tele?
--La tengo apagada sobre todo porque no veo la tele. Sólo películas, generalmente antiguas, tengo un arsenal.
--Ya, ya me imagino. Y cuando lees tienes la tele apagada. Es normal. Yo, hago al revés: cuando tengo la tele encendida, que es siempre, no leo.
--Sí, se ve. Anda, pon la tele si quieres, que a lo mejor echan dibujos. Espera, que ya me ocupo yo y doy una vuelta por los canales a ver si dicen algo.

Todas las emisiones se veían muy borrosas, salvo una, precisamente de dibujos animados. La imagen nítida, perfecta, se agradecía después de tanta nieve fuera y dentro del televisor.

--Los Picapiedra. Me encanta–exclamó Carlos tirándose literalmente sobre un sillón negro con un aspecto imponente.

El carísimo sillón junto con una rinconera de cuero blanco formaba parte del mobiliario del segundo ambiente del salón, más elevado, con un amplio ventanal de obra a la izquierda. De frente, una inmensa pantalla de televisión flanqueada por arriba y por debajo de deuvedés y libros.

--Estos dibujos yo los veía antes. Mi favorito era Dino, el perro. Bueno, el perro… ¡el lo-que-sea-saurio que fuese el bicho ese! --informaba Víctor.
--Yo también los veía de pequeño. Me gustaban. Por eso, ahora, de mayor, los miro si me tropiezo con ellos.

Ambos se acomodaron. Carlos sonreía con algunas de las peripecias de Pedro y Pablo. Era un capítulo en el que salía un pterodáctilo gigante que hacía las veces de avión de pasajeros con gente viajando en sus lomos en una especie de cabina de palos, techada y con asientos, atada con correajes al cuerpo del bicho.

--Les costaría mucho a los hombres primitivos domesticar dinosaurios, ¿no?—preguntó Carlos, distraído, mientras miraba el pterodáctilo- avioneta.
--No hablarás en serio, ¿verdad? –preguntó sonriente, Carlos, como quien indaga desconfiando de que le estén gastando una broma.
--Es una pregunta simple.
--Simple, desde luego. Y tonta también, si lo preguntas en serio.
--¿Porqué iba a ser tonta, a ver, porqué? –se engalló Víctor, ya harto de las borderías de Carlos.
--Pues porque los dinosaurios desaparecieron todos hace 65 millones de años antes de que apareciese el primer hombre tal cual somos tú y yo ahora.
--¡Venga ya! –se mostró escéptico el joven.
--No tengo la más mínima intención de discutir contigo. No tengo ni necesidad ni ganas de convencerte de lo que ya sé. Es una pérdida de energía en la que no gano nada a cambio. Además un conocimiento sencillo como este no se discute: se adquiere.

Víctor continuó mirando los dibujos animados y, por primera vez, se sintió solo. Seguía pendiente de la pantalla pero no prestaba atención a lo que decían los personajes. Terminó el capítulo y comenzaba otro, de corte muy infantil, que a Víctor no le interesaba. Incluso en el caso de que hubiese podido despertar su atención, habría cambiado de canal o apagado la tele. Optó por esto último. Sólo le faltaba que Carlos se metiese con él por ver esas cosas para críos.

--Me voy a mi cuarto, si no te parece mal.
--Haz lo que quieras. Si te interesa algún libro, cógelo.
--Un libro, un libro... ¡ya leí un libro una vez!
--¿Qué libro?
--Platero y yo, en el colegio.
--Acabáramos. No me extraña. Hale, que descanses.
--Voy a escuchar música. Si me llamas y no contesto, es por eso.
--Muy bien.

Los dos días siguientes transcurrieron plácidamente para Carlos pero no para Víctor. Le comía aquél encierro, no poder usar el ordenador ni la tele y para colmo se trajo el MP3 nuevo donde apenas se había descargado cuatro temas.

Desde un principio Víctor tuvo claro que Carlos no pensaba alterar un ápice su modo de vida ni sus costumbres, pese a aquél encierro y a tener que convivir con otra persona. Contempló la situación de otra manera y pensó que tal vez no era tan mala idea dejarse de ceremonias y que cada cual fuese a su aire. Probó a quedarse en su habitación para ver qué pasaba: no saldría a comer y como no se le ocurrió otra cosa mejor que hacer, se echó a dormir.

Se despertó bien entrada la tarde, y con buen apetito. Decidió que sería prudente preguntar. Bajó al salón. Carlos tenía la tele encendida. Estaba viendo una película americana, antigua, en blanco y negro.

--¿Puedo usar la cocina?
--Puedes. Menos lo que hay en un tupper azul, coge lo que quieras.
--Vale. Y tranquilo: se me dan bien las cocinas.

Tras cenar, Víctor raspaba con las uñas las estrías del dibujo de la mesa de la cocina, al ritmo acompasado del tic tac del reloj del pasillo que desde allí, a veces, en el silencio de esa casa, se hacía oír de manera irritante.
Se sentía mal: quizá humillado por aquello de los Picapiedra. Carlos parecía ser un tipo instruido pero para él fue una sorpresa saber que los dinosaurios y los hombres no convivieron en la misma época. En muchas películas antiguas salían cavernícolas huyendo de toda clase de dinosaurios feroces. Pese a ello, pensó que tal vez Carlos tuviese razón.

Se fue a su cuarto. Tras diez minutos de estar sentado en la cama, reflexivo, decidió bajar al salón.

Carlos volvía a estar en el sofá, en la misma postura y enfrascado con su libro. El chico se acomodó en uno de los sillones que flanqueaban el sofá. El hombre ni lo miró.

--¿Cómo era eso de los 65.000 años, Carlos?
--¿Qué? Aaah, lo de los Picapiedra… ¿Aún le sigues dando vueltas a eso? –respondió sin apartar la vista de su párrafo inconcluso.
--Sí, bueno, no; es que… es que….
-- sesenta y cinco millones de años, no sesenta y cinco mil –cortó el hombre, mirando por vez primera al chico--. Mil veces más. ¿Te haces una idea de cuánto son 65 millones de años?, ¿sabes cuándo descubrió Colón América?
--En 1492. Sobre eso nos machacaron bastante en el colegio.
--Correcto. Desde lo de Colón hasta hoy han pasado, redondeando, nada menos que 500 años.

Carlos, en silencio, trató de estructurar todo lo que se le iba ocurriendo, al tiempo que hacía un rápido cálculo mental y continuó exponiendo:

--Desde la extinción de los dinosaurios hasta que hizo aparición el primer hombre transcurrió el equivalente a 130.000 veces el tiempo que pasó desde el descubrimiento de América hasta hoy. ¿Te das cuenta? ¡ciento treinta mil períodos de quinientos años! Sesenta y cinco millones de años equivalen igualmente a… 32.500 veces el tiempo transcurrido desde el nacimiento de Jesucristo hasta hoy.
--¡Qué pasada!
--Igual piensas que soy un quisquilloso o un purista, de esos que se lo toman todo muy a pecho, pero creo que los Picapiedra son redondos, divertidos, imaginativos pero, a la vez perniciosos porque desinforman en ciencia, haciendo ignorar a millones de personas, como tú, que no pudieron convivir hombres y triceratops porque los separan la misma pila de años que repetir 32.500 veces todo lo que pasó desde Jesucristo hasta hoy. Bastaría con que al final del capítulo saliese Wilma, “fuera del personaje”, explicando esta cuestión, y todos contentos.
-- Pues mira, sería lo suyo –intervino el joven—y… bueno, ya sé que los primitivos no tenían los adelantos de los Picapiedra, que son dibujos animado, pero… ¿vivían es todas partes?, ¿eran todos iguales? ¿aparecieron porque sí?
--Aparecieron. Mejor dicho, evolucionaron de otros seres.
--Del mono, ¿verdad?
--Sí, del mono; aunque… mejor dicho, de un gran primate. Y del pez también. O de la bacteria, si lo prefieres. Todo depende desde cuándo quieras medir su evolución. Si quieres te lo explico, pero tendríamos que ir muy al principio.
--¿Cuánto?
--Quince mil millones de años atrás.

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