martes, 13 de julio de 2010

Despacito.

Pasito a paso. Ahora uno, luego otro. Así: despacio; despacito. Nadie conoce mejor que ella cada dibujo de la madera de la vetusta escalera del edificio sin ascensor en el que vive. En la última planta: la cuarta.

Cada nudo, cada rugosidad está dibujada en su memoria. Los arañazos del pasamanos y los corazones con flecha, iniciales y fecha que grabaron a punta de navaja le son también más que familiares.

El portal: mal iluminado; el suelo, irregular: empedrado con adoquines. El dintel de la puerta con un travesaño a la altura del suelo. Mucha gente tropieza pero ella no: de ninguna manera puede permitirse esa torpeza; además, sabe bien que está allí porque ella, cuando camina, siempre mira al suelo. No puede hacer otra cosa.

La portera. El saludo.

Conoce palmo a palmo todo el recorrido desde su casa a la iglesia, la farmacia, la lechería y el colmado de la esquina. También se acerca los domingos al kiosko. A comprarle algún tebeo a los nietos.

--Ese coche lleva ahí aparcado hace lo menos dos meses -piensa-. ¡Cómo está de hojas y de polvo!

En una cesta de mimbre, junto con una bolsita de plástico, lleva un objeto envuelto en papel de alumnio. Podría ser una empanada, por su tamaño cuadrangular. Al pasar junto a una papelera arroja el plateado paquete a su interior.

La bolsa está levemente anudada: lo justo para que no se escapen las miguitas de pan que lleva dentro. Deshace el nudo con facilidad y a puñaditos, las esparce por el suelo. Espera un poco, agachadita, sustentándose en el bastón que tiembla igual que su mano nervuda llena de relieves azules y alargados. Mira los gorriones que saltan de aquí para allá. Se entrega a contemplar cómo pica un minúsculo trocito de pan el pajarito más gordo, disputando luego otro pedazo mayor con ese gorrión de pintas blancas que acaba de llegar.

Dos hombres de trajes grises circulan a grandes zancadas, deprisa, con el maletín por delante, abriéndose paso con él entre la gente como si fuese un machete que cercena la maleza en la selva. Con un gesto de fastidio tienen que seguir su camino por la calzada, rodeando los coches aparcados, pues la viejecita está en medio de la estrecha acera, copándola, con sus miguitas y sus gorriones.

--Pitas, pitas -- murmura ella entre encías, pues dientes no le quedan.

Sonríe recordando la pequeña granja, allá en el pueblo, cuando era moza. Le gustaba dar de comer a las gallinas y le divertía verlas comer.

Se acabó el pan desmenuzado. Los pajaritos también. Se fueron sin mirar atrás, sin siquiera dar las gracias… --¡pero ellos son así! : -piensa la mujer -- No se le puede pedir sonrisas a seres desagradecidos. Lo único que sé es que a ellos les gusta el pan y a mí me gusta dárselo.

Reanuda su trabajoso caminar siguendo su habitual recorrido, tan lleno de minúsculos e insignificantes detalles que a todos pasan inadvertidos menos a ella. Al fín y al cabo es su pequeño mundo.

Quien iba a decir que en ese mismo instante y en el hogar de la anciana, dentro de la bañera, la asistente social, inerte, luce algunas puñaladas.

Asoma su antebrazo izquierdo al que se le amputó una mano para ser envuelta en papel de aluminio, siendo ésta la primera pieza de un laborioso proceso de deshacerse del cuerpo: poquito a poco. Despacito.

-- Nunca me llevarán a un asilo. Amo mi escalera, mi portal, mi caminito hacia la iglesia; los pajaritos, las migas... --Se decía a sí misma con firme resolución mientras caminaba pasito a pasito, lentamente, hacia la ferretería de arriba.

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