domingo, 9 de mayo de 2010

Viernes de Velas - Relato -

Viernes de Velas


Las ventanas de todas las casas habitadas de la ciudad estaban abiertas. Faltaban pocos días para que llegase el verano y hacía algo de calor pero no lo suficiente como para tener funcionando el aire acondicionado. Acababa de anochecer y las fachadas de las viviendas estaban plagadas de cuadraditos amarillos que indicaban que, además de existir luces encendidas, detrás de cada una de esos huecos con los visillos recogidos había vida, dando un cierto aspecto humano a las moles de cemento que ocultaban a las personas que se movían tras sus ladrillos: hombres, mujeres, niñas y niños que pensaban, leían, hablaban por teléfono, jugaban, cocinaban o simplemente miraban la televisión.

También había luz en las ventanas del piso trece de un moderno edificio de la calle de los Cántaros. Una de ellas, además de los destellos de la lámpara, emanaba notas musicales, si es que a aquello se le podía llamar música. Alguien estaba escuchando un disco a todo volumen y al son de ese infernal ritmo bailaba Sonia ante un espejo tratando de buscar cierta gracia en sus movimientos. El viernes siguiente iba a ir por primera vez en su vida a la discoteca junto con sus amigas. Acababa de cumplir quince años y tras muchos ruegos, sus padres le dieron permiso para ir, siempre que no llegase más tarde de las nueve y media. Iba a ser un día grande aquél viernes, pensaba la chica, que contaba las horas para que llegase el momento anhelado.

La habitación de Sonia comunicaba directamente con el salón de la casa, que era al mismo tiempo el comedor. Allí podía encontrarse lo que en casi todos los cuartos de estar de la mayoría de los hogares: un hombre repanchingado en el sillón, leyendo el periódico y mirando la tele de reojo. Se trataba del padre de Sonia. Hacía poco que llegó del trabajo. Le estaba poniendo nervioso el estrépito que montaba su hijo de seis años, Alberto, que tenía agarrado de la cola al enorme perro anaranjado de la familia, que soportaba con santa paciencia todas sus barrabasadas.

También había luz en la cocina. Violeta estaba allí dentro, trasteando, como todas las noches. Sólo le faltaba bañar en huevo batido seis croquetas para luego empanarlas y freírlas con ese arte que ella tenía para cocinar.

De repente, todo se oscureció como la boca de un lobo.

--¿Qué ha pasado? –preguntó Violeta, fastidiada, con las manos pringosas de huevo y buscando a tientas el grifo del fregadero para lavárselas.
--Se ha ido la luz.
--¿Han saltado los plomos?
--¿Y yo que sé? –gruñó Gonzalo
--Pues mira a ver.
--Ver, lo que se dice ver, no creo que pueda porque está todo muy oscuro.
--Enciende una vela.
--¿Con qué? Hace dos meses que dejé de fumar y tiré a la basura todos los mecheros, para que no me recordasen el tabaco.
--¿No hay unas cerillas en el cajón de los manteles?
--Eso quisiera yo: llegar al cajón de los manteles. Y a saber si encontraré alguna caja, pues hace ya tres años que tenemos la cocina eléctrica, igual que el calentador, y no las necesitamos para nada.
--¿Qué ocurre? – se oyó levemente la voz de Sonia, tras la puerta de su habitación-- ¿Por qué habéis apagado la luz?
--Nadie ha apagado la luz, niña –alzó la voz su padre para que pudiese oirle--: Han saltado los plomos o igual es un apagón general.
--¿Un apagón general? --¿qué es eso?, ¿un soldado con muchas medallas? –preguntaba Alberto, con temblorosa voz pues estaba bastante asustado aunque trataba de disimularlo.
--No, hijo; ¡qué cosas tienes!, ¿Qué tienen que ver los apagones con los militares?
--Bueno, ¡y yo qué sé!, nunca he visto un apagón.
--Los apagones no se ven, tonto –contestó su hermana al tiempo que abría la puerta de su cuarto.
--¿Y por qué no, lista?
--Pues porque la razón de ser de los apagones es que te quedes a oscuras, como ahora, y no se ve nada.
--Aaah.
--Y por cierto, papi, desde aquí veo todo el barrio sin luz, por lo que sí, parece que es un apagón.
--¿Encuentras las cerillas o qué? –gritaba Violeta desde la cocina.
--Pues no: si tuvieses la casa más ordenada…
--Oye, guapo: la casa es cosa de los dos, que yo también trabajo, igual que tú
--Sí, pero…
--Sí, pero... ¿qué?
--Nada, nada; tengamos la fiesta en paz –cortó el marido--.
--Pues para tener la fiesta en paz y que además yo pueda disfrutar un poco de ella, bien que podías ayudarme. ¿Qué digo ayudarme?: ¡Bien podías compartir el trabajo de la casa conmigo –se empezó a enfadar Violeta.
--Oye, que yo te ayudo. A veces. Además tú eres una mujer y…
--¿Y qué? ¿qué tiene que ver el que yo sea una mujer con el trabajo de la casa?
--Pues eso. Mi madre en su casa se ocupa de estas cosas.
--Tu madre es tu madre y yo soy yo. Los tiempos cambian, ¿sabes?
--Mira Violeta, no me des la murga que he tenido un día muy malo en el trabajo.
--Huy, pobre: fíjate qué mala suerte. Yo, sin embargo, como trabajo en la empresa de la alegría, que vienen a buscarme en carroza para llevarme a la oficina, me sacan una alfombra roja desde la calle hasta mi mesa y mis jefes que nunca se enfadan siempre me están regalando flores y bombones y todo es maravilloso…
--Que sí, Violeta, que ya lo sé, que sí, que vale, que tú también tienes dificultades en tu oficina, pero es que entiéndeme, yo tengo mis responsabilidades y… ¡bingo!, ¡ya las he encontrado!
--¿El qué?
--Las cerillas. ¿Qué iba a ser si no?, ¿los calcetines de tu abuelo?
--Vaya día que tienes hoy, majo: no hay quien te aguante. Casi es mejor que vuelvas a fumar… ¡venga!, enciende una vela.
--Eso quisiera yo, encender una vela.
--¿Y porqué no lo haces?
--Porque no sé dónde están las velas.
--En el armarito donde guardas tus pastillas para el ardor de estómago. Todos los días lo abres dos veces para tomarte una y ni siquiera te fijaste nunca en que están ahí.
--Tú tampoco tienes el día bueno, ¿eeeh?
--Sí lo tenía hasta que tú....
--¿Por qué os estáis peleando siempre? –preguntó Alberto, casi sollozando, abrazado a Rufus, su perro, sintiéndose protegido de esta manera, tanto de la oscuridad como de la discusión de sus padres.
--¿A ti quién te ha dado vela en este entierro, niño?. Hablando de velas: ¡aquí hay una!

Gonzalo encendió la mecha y puso la vela en medio de la mesa del comedor. Con la leve iluminación, Violeta pudo guiarse hasta el salón sin miedo a tropezar con nada. Alberto y Sonia hicieron lo mismo aproximándose a la tenue luz que tan pronto temblaba ligeramente como se quedaba toda tiesa, inmóvil, como si fuese una fotografía en lugar de una llama viva.

Un pequeño y agradable aroma de cera perfumada impregnaba el aire que todos respiraban, muy juntos, pues se habían sentado en sillas alrededor del humilde foco de luz.

Alberto estaba fascinado. Las caras de cada uno de los miembros de su familia se veían extrañas, llenas de sombras. Eran los mismos ojos, las mismas narices, pero nunca había visto aquellos rasgos tan familiares de esa manera tan nueva, tan diferente. A su padre, por ser más alto, la luz le iluminaba de abajo a arriba y le daba un aspecto fúnebre.

--Pareces San Questéin, papá.
--¿San quién?
--San Questéin, el monstruo ese que tiene la cabeza plana y que es muy grande.
--¿Qué dices, niño? No sé de qué me hablas.
--¿San Questéin?, jaaajajajajaja –se reía Sonia.
--¿Y tú de qué te ríes? –intervino la madre.
--Del niño. San Questéin, dice. Se refiere a Frankenstein.
--¿Y tú cómo sabes quién es Frankenstein? –indagó la madre.
--Sale en una peli de dibujos, que es de “mostruos”. También hay pampiros –explicaba el niño.
--Vampiros, chorlito –seguía pinchándole Sonia.
--Franquenstein, vampiros… ¡vaya personajes para incluir en una serie de dibujos animados para niños –gruñía Gonzalo.
--Pues a mí me gusta y no me da nada de miedo.
--¿Y ahora qué hacemos? –preguntó Sonia, fastidiada, pues se le había interrumpido su ensayo de baile para triunfar el viernes.
--¿Pues qué quieres que hagamos? Aguantarnos y esperar a que venga la luz –solucionó su padre.
--Bueno…
--Pues vaya fastidio.
--Sí que lo es.
--Qué aburrimiento.
--Sí, vaya rollo.
--Si al menos me hubiera dado tiempo a hacer la cena…. –se dolía Violeta.
--¿Y por qué no la haces, mamá? Puedes encender otra vela y llevártela a la cocina –sugería Sonia.
--Sí, claro. Y las croquetas las frío con el calor de la vela. ¿No ves que la cocina es eléctrica?
--Ah, claro.
--¿Por qué no pedimos una pizza? –Propuso Albertito.
--Eso es lo que tú quisieras, niño. Que pidamos una pizza. Seguro que en cuanto cuelgue el teléfono, vuelve la luz y ¡hala!: dinero tirado a la basura.
--Bueno, mamá --intervino su hija--: no es tirar el dinero. Al fin y al cabo la pizza no la vamos a usar para hacernos un gorro mejicano sino para comérnosla, y las croquetas se pueden freir mañana.
--De eso ni hablar. Esperamos un poco a que vuelva la luz, y si vemos que tarda, entonces no habrá más remedio que pedirla pero de momento, esperamos.
--Y mientras tanto, ¿qué hacemos? –preguntaba Alberto.
--Fastidiarnos y hacer lo que dice mamá: esperar –suspiró su hermana.
--Bueno, bueno…
--Pues sí que…

Gonzalo empezó a silbar una cancioncilla mientras Violeta daba golpecitos de impaciencia con la yema de los dedos sobre la mesa. Sonia tosió un poco, de puros nervios, pues se sentía incómoda, allí, sentada, sin música y sin tele..

--Si al menos no te hubieses olvidado de recargarme el MP3, papá…Y también podían inventar los televisores a pilas, digo yo… para estos casos vendría bien –comentaba Sonia.
--Cuando yo era pequeño, en el pueblo, no teníamos tele –recordaba ensoñadoramente el padre--. Había luz, claro, pero mi familia era muy humilde y por ahorrar nos reuníamos todos en torno a la chimenea pues, eso sí, leña siempre encontrabas en el monte.
--¿Y qué hacíais, papá? –preguntó Sonia, distraída, por decir algo.
--Hablábamos.
--¿De qué?
--Pues de esto, de aquello… no sé, de cosas.
--Vaya rollo.
--Bueno, a mí me gustaba. Se escuchaban cosas interesantes de los mayores.
--¿No tenías tele, papá? –inquiría el niño.
--No, hijo. Eran muy caras y había pocas.
--¡Hala! ¿Y has dicho que eso era cuando eras pequeño?
--Sí, cuando era pequeño.
--Pero… ¿tú has sido pequeño, papá?
--Sí claro.
-- Pero.. ¿pequeño, pequeño?, ¿cómo yo?
--Qué cosas tienes, niño; claro, como tú, y más pequeño.
-- ¿Y también fuiste un bebé?
--Síiii, fui un bebé, como todo el mundo.
--Jopeta. Y... oye, papi: ¿el vecino de arriba, Don Luis, el médico, que es tan viejecito, también fue un bebé?
--Desde luego, niño, mira que preguntas tonterías... –le pinchó Sonia.
--¡Déjale!: no te metas con tu hermano. Si pregunta cosas es porque no las sabe –cortó la madre.
--Pero es que eso lo sabe todo el mundo.
--¡Sonia!, ¡ya está!: te he dicho que te calles.
--Bueno, está visto que no se puede ni hablar en esta casa.
--Sí se puede, sólo que tú te dedicas a fastidiar a tu hermano y ya podrás con él que sólo tiene seis años…
--Papá –interrumpió Alberto.
--Diiime.
--Y cuando tú eras pequeño, ¿a qué jugabas?
--Pues a lo que todos los niños, claro.
--¿Al videojuego?
--¿cómo iba yo a jugar al videojuego?
--¿Por qué no?
--Pues porque no tenía.
--¿También eran caros?
--Noooo: es que no se habían inventado, que todo hay que explicártelo –volvía Sonia a las andadas.
--Niiiiiñaaaaa… --volvió a intervenir la madre.
--Vale, vale; ya me callo.

Se hizo un pequeño silencio mientras Alberto miraba expectante a su padre, esperando a que continuase, pero este parecía estar inmerso en sus preocupaciones, como tantas veces cuando volvía del trabajo.

--Oye, papá:
--¿Qué quieres ahooooora?
--Es que no me has contado que a qué jugabas…
--Pues… tenía un aro. Un aro de metal. Era de mi padre y me enseñó a usarlo. Yo lo hacía rodar dándole golpecitos con un palo.
--Hala, ¡qué divertido! –ironizaba Sonia
--Pues la verdad es que sí lo era. No resultaba fácil y yo lo rodaba muy bien. También tenía un yo-yó Russell
--¿Qué es eso, papi?
--Un juguete.
--¿A pilas?
--No, de cuerda.
--Aaah, de esos que le das cuerda y se mueven.
--Nonononono. Ya veo que estoy dando por sentado que entiendes cosas que sin embargo no has vivido y no puedes comprenderlas. Perdóname.
--¡Hala!
--¿Qué pasa?
--Que me has pedido perdón a mí, que soy un niño.
--Sí, hijo. Te he pedido perdón. Y me doy cuenta de que tampoco estás acostumbrado a ello – casi susurró cambiando el tono de su voz.

Violeta miró a su esposo sin que él se percatara y sonrió levemente

--¿Sabes, Albertillo? – preguntó Gonzalo a su hijo, con un tono de voz mucho más dulce, con una entonación muy diferente a la que había mantenido antes.
--¿Qué, papi?
--Pues que sí: que cuando yo era pequeño, como tú eres ahora, jugaba a muchas cosas a las que tú no has jugado nunca, porque todo era diferente. Verás: yo vivía en un pueblo, que es como una ciudad pero mucho más pequeño y con casitas bajas, antiguas y humildes. Al menos mi pueblo era así.
--¿ Y no vivías en Madrid?
--No, mi niño. Era un pueblito chiquitín en el que apenas se veían coches, y sin embargo veías mulas y a veces alguna que otra gallina, que picoteaba tranquilamente a la puerta de las casas de sus dueños.
--Hala, ¡qué chulo!, ¡gallinas vivas!
--Síiii, jajaja, vivitas y picoteando.
--¡Sigue!, sigue, papi:
-- El caso es que como apenas pasaban coches había mucha paz y tranquilidad; además, todos nos conocíamos. Por eso yo estaba siempre en la calle o en el campo, porque... ¿sabes?: ¡teníamos el campo al lado!
--Jopé, ¡qué suerte!
--Sí, era una suerte, no lo dudes. Yo tenía un tirachinas y era el mejor: ¡el chaval con la mejor puntería de la comarca! o al menos eso decían. Yo era capaz de arrancar una manzana de su rama, sin estropearla.
--¿De una pedrada?
--Sí.
--Eso es imposible –razonó Sonia.
--No si la pedrada se la daba al rabito de la manzana y no a la fruta.
--¡Andá!, ¿acertabas en el rabito? –preguntó la chica.
--Casi siempre –presumía un poco el padre-
--¿Y qué más hacías, papá? –comenzaba a interesarse su hija.
--Me gustaba subirme a los árboles y buscar nidos de pajarillos.
--¿Para llevarte los huevos?
--No, ¡ni hablar!: eso sería una barbaridad. Me gustaba mucho, si había suerte, mirarlos. Una vez vi cómo un pajarín salía de su cascarón. Fue muy emocionante verle tan pequeñito, desvalido, tembloroso. Al poco llegó su madre. Yo me había incorporado un poco más arriba. Era un árbol muy frondoso y me oculté lo mejor que pude. La madre contempló a su retoño, dio unos saltitos y echó a volar. A los pocos minutos volvió de nuevo. Llevaba un gusanito en el pico. El pajarito recién nacido piaba y piaba, y abría la boca de una manera desmesurada. Parecía hambriento. La madre introdujo el pico dentro de la boca de su hijito y allí depositó el gusanillo.
--¡Qué asco!, gusanos... ¡puaf! --exclamó Alberto mientras le daba un escalofrío
--Es lo que comen los pájaros, Albertín. Igual que a ti te gustan los bollos, ellos se pirran por los gusanos, ¿sabes? --le explicó su hermana, sonriendo y con un tono amable, muy poco frecuente en ella.
--¿Y qué pasó luego? --preguntó el niño, ansioso.
--Oscurecía y me bajé del árbol teniendo mucho cuidado de no agitar la rama donde se encontraba el nido por miedo a que este pudiera caer al suelo y dañar al pajarito.
--Jo, papi, nunca te había visto hablar así –dijo Sonia, sonriente, a lo cual su padre contestó sin palabras, dedicándole sonriente un cariñoso pellizco en la barbilla
--Al día siguiente --prosiguió Gonzalo-- volví al árbol. Iba todos los días a observar el crecimiento de Hipitos.
--¿Hipitos? –preguntó Violeta, desorientada.
--Sí, Hipitos. Le puse ese nombre porque piaba de una manera muy curiosa. Decía algo así como: “pío, pío ..hip; pío, pío… hip”. Una cosa muy extraña. Nunca había escuchado piar de esa manera y me hacía mucha gracia.
--Pío pío, hip, pío pío hip... jajajaja –imitaba, juguetón, el niño-- ¿y qué pasó con Hipitos, papi?
--Una tarde, como todas desde que nació, subí al árbol para contemplarlo. El nido estaba vacío. Hipitos no estaba. Lo primero que pensé es que habría salido volando, pero enseguida me di cuenta de que eso era imposible. No tenía las alas hechas y era aún muy pequeñito para volar. No era más que un polluelo. Mientras pensaba esto, escuché el inconfundible trinar de Hipitos. Su “pío pío hip” venía de abajo: del suelo, que estaba lleno de hojarasca.
--¿Qué hiciste, papá? –preguntó Sonia, intrigada.
--Bajé del árbol con mucho cuidad para tratar de no pisar a Hipitos. Me guié por su piar y finalmente lo encontré tembloroso, bajo el manto de hojas que había al pie del árbol. Lo examiné cuidadosamente. No parecía estar muy maltrecho, pero abría el pico todo lo que podía. Parecía estar hambriento. Decidí llevármelo a casa.
--¿Por qué?
--Imaginé que su madre a lo mejor se había marchado, no sé. Pensé que si lo dejaba en el nido correría el riesgo de que se quedase allí, abandonado, solito, y quizá muriera de hambre. Le preparé una caja de zapatos que llené de paja para que estuviese calentito y le di migas de pan que desmenucé con mucho cuidado. Como anocheció enseguida, decidí que al día siguiente saldría muy temprano a buscarle algún gusanito para alimentarlo.
--Qué bonito, papá, dijo Alberto, embelesado.
--Bonito para el pajarillo, pero para el gusanito...
--Jo, eso es verdad, Sonia--caviló el niño.
--El caso es que, de repente…
--¡Aleluya!, ¡ha vuelto la luz! –exclamó Violeta, alzando la voz, pues con la luz volvió también el volumen del televisor, dándoles a todos un pequeño susto-- Huy, son las diez y media, ¡es tardísimo!, me voy a terminar de hacer las croquetas.

Justo en ese instante, el canal de noticias y deportes que tenía sintonizado Gonzalo ofrecía una selección de los mejores goles del mes. Corrió al sofá pues era, para él, el momento más esperado de la noche. Sonia sopló la vela, apagándola, y volvió a encerrarse en su habitación. A los pocos segundos el ritmo de la música junto con la letanía de la televisión acabó definitivamente con el recuerdo del silencio que instantes antes lo invadía todo.

Rufus saltaba alrededor de Alberto, que se había quedado sentado, en la misma silla de la cual no se movió tras volver el fluido eléctrico. Tenía la cabeza gacha y las manos entrelazadas. El perro le hacía monerías y le daba la pata tratando de llamar la atención del niño, que seguía cabizbajo. Como no lograba que reaccionase, corrió a la cocina.

--Rufus, vete –ordenaba Violeta—anda a jugar con Alberto, que yo estoy ocupada. ¡Ruuufuuusss!: deja de tirarme de la falda, hoombre, que me la vas a estropear con los dieeeeentes.

El perro seguía tirando de Violeta, que se percató de que algo ocurría. El perro corría desde donde ella estaba hacia la puerta que comunicaba la cocina con el pasillo que conducía al salón. Iba y venía, haciendo ver a la mujer que, efectivamente, algo sucedía. Dejó en el fregadero la espumadera que blandía en su mano derecha y se dirigió a paso apresurado al salón. Allí vio que su hijo pequeño estaba triste. Se acercó a él, extrañada.

--¿Qué te pasa, hijo?
--Nada.
--¿De verdad?
--No me pasa nada.
--¿Seguro?
--Déjame.
--¿Queréis bajar un poco la voz? No me entero de las noticias –rezongó Gonzalo.

Violeta, tras meditar unos segundos, contempló nuevamente a su hijo que mantenía la misma postura y el semblante triste. Miró levemente a su esposo que seguía enfrascado en sus goles. La esposa, de manera inesperadamente resuelta se dirigió al teléfono, cogió un folleto de publicidad que tenía dentro de una cajita, lo consultó un instante, descolgó el auricular y marcó un número.

--Buenas noches. Sí, queríamos una pizza. Sí, tamaño familiar. Sólo queso y jamón, sí. No, no: no le ponga cebolla ni alcaparras. Sólo jamón y queso. Eeeeeso es. Sí, tome nota: Calle Cántaros, seis, piso trece izquierda. ¿Media hora? Bueno, sí, pero no se retrasen más, ¿eh?. Gracias, adiós.

Gonzalo miraba a su esposa, luego echó un vistazo al pasillo que comunicaba con la cocina y contempló la luz del salón, casi cegadora. Parecía no entender. Finalmente reparó en su hijo que seguía sin prestar atención a los intentos de Rufus para animarle. Se dio cuenta de que su esposa le contemplaba sin decir nada. Meditó unos instantes, volvió a mirar a su hijo que seguía cabizbajo. Se levantó y tras coger la caja de cerillas y sacar una que sujetó entre sus dedos, se dirigió al cajetín de los plomos. Bajó varias palanquitas y de pronto enmudeció la tele y volvió la oscuridad, instantáneamente mitigada por el resplandor de una cerilla que acababa de encender para aplicarla a la vela que nuevamente, con su graciosa llama por sombrerito, volvía a crear un halo de luz al tiempo que exhalaba ese aroma suave y dulzón que traía gratos recuerdos de minutos atrás.

--¿Qué pasa? –preguntó Sonia con fastidio, abriendo la puerta. ¿Otra vez?. Ahora han debido ser los plomos, pues las ventanas del barrio tienen luz.
--Sí, hija; han sido los plomos, pero no han saltado. He sido yo quien los ha quitado. Creo que nos hemos dejado algo a medias.
--¿Algo a medias?
--Sí.
--Creo que sé a qué te refieres. Tienes razón, papá –sonrió la joven.

Todos se sentaron nuevamente alrededor de la mesa al amor de la humilde lucecita.

--¿Y qué pasó con Hipitos, papá? –preguntó el niño, lleno de entusiasmo.

Gonzalo terminó de explicar cómo estuvo alimentando al pajarito hasta que éste creció y decidió, por sí mismo, cuando pudo hacerlo, salir volando para vivir su vida.

Llegó la pizza y todos la comieron escuchando historias fantásticas de Alberto, de las muchas cosas que le ocurren en el colegio. Y las contaba con tanta gracia y desparpajo que todos le escuchaban con gran regocijo. Esto animaba a Alberto, que nunca tuvo tanto protagonismo, sintiéndose feliz, con esa tranquilidad que da el saber que no hay noticias de la tele que aparentasen ser más importantes que sus propias vivencias, que su propio mundo.

Sonia, animada por el éxito de su hermano, relató algo muy divertido que le había ocurrido aquella misma tarde al salir de la biblioteca. Todos rieron mucho. Cuando acabó, Violeta le explicó que cuando ella tenía su edad le tocaba soportar con fastidio que la obligasen a llevar rebequitas de punto con corderos bordados, con lo cual Sonia se tronchaba de risa al tiempo que se sentía aliviada de poder llevar la ropa que a ella le gustaba.

Se hizo muy tarde pero no importaba demasiado: el día siguiente era sábado, no había colegio y los padres tampoco trabajaban por lo que podían permitirse trasnochar un poco, dado el acontecimiento que se había dado en aquella familia, que por vez primera había disfrutado charlando como nunca antes lo habían hecho.

--¿Oís?
--¿El qué? –preguntó Gonzalo.
--Un trino. En la terraza, papá.
--Ahora que lo dices, sí, pero… no es un trino.
--Cómo que no?
--Bueno, sí, lo es, pero... no es un trino cualquiera.
--Parece, por lo que he podido escuchar, que se trata de lo mismo que antes contabas –murmuró Violeta con un leve brillo en sus ojos.
--No, cariño: no lo parece. ¡Es lo que contaba antes, es real!, es…
--¿Es Hipitos, papá?

“Pío, pío… hip; pío, pío… Hip.” se escuchaba, ya, nítidamente.

--Sí, parece Hipitos pero es imposible aunque… es inconfundible; sin embargo… no, no puede ser –balbuceaba Gonzalo, con la piel de gallina, visiblemente emocionado.
--Tal vez sea posible, mi amor –volvía a susurrar Violeta, cálidamente, al oído de su esposo.

Todos se encaminaron a la terraza donde un pajarillo lanzó de nuevo ese piar tan familiar para Gonzalo, justo antes de emprender el vuelo hacia la casa de enfrente, iluminada por una potente lámpara. Segundos después, esa luz se apagó y en la penumbra que se produjo brilló instantes más tarde una lucecita.

Hipitos volaba de ventana en ventana, parándose en cada una de ellas unos momentos tras los cuales en todas ellas sucedía lo mismo: se apagaba la luz eléctrica para acto seguido ser sustituida por un humilde y titilante punto de luz: la luz de un vela.

Y desde todas las ventanas de todas las casas de la ciudad, en semi penumbra, se elevó un murmullo de palabras, de mil conversaciones, que formaron como un manto denso y etéreo a la vez que subía hacia el cielo transportando a Hipitos que se perdió entre las nubes, débilmente iluminado por los rayos de la luna y por miles y miles de ventanas de las que salían pequeñísimos resplandores amarillos, que además de luz llenó de calor familiar a todos aquellos hogares.

Y desde entonces, cada viernes por la noche se repetía la misma situación, porque los habitantes de aquella ciudad, sin excepción, se dieron cuenta de que era una gran idea convertir todos, todos, todos los viernes por la noche en…

¡ Viernes de Velas!

2 comentarios:

  1. Alonso, es un relato muy enternecedor. Me ha gustado mucho. He estado un rato muy agradable atrapado en ese Viernes de Velas.
    Jose

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  2. ¡Qué ilusión verte por aquí! Me alegra haber contribuído a ese rato agradable. Un abrazo.

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